CASA DE LA LITERATURA, 30 DE OCTUBRE DE 2012
En estos tiempos aciagos para la
cultura, la literatura, las artes y la convivencia social en la ciudad y el
país, nada más urgente que responder a estos golpes sucesivos que con poemas
convertidos en oráculo, en profecía, en anticipación de lo que va a ocurrir.
De esta suerte, me conmueve
profundamente la devoción de Raúl Allaín e Iván Fernández Dávila, editores de
esta recientísima antología de poesía Suicidas
Sub 21, demostrando una firmeza de criterio, una suerte de solución de
continuidad hacia las letras, una valentía y un liderazgo, de la que han
carecido, vistos los recientes acontecimientos, todas nuestras autoridades.
Empero, me emociona todavía más que lo
hagan en esta casa amenazada, también, de desalojo – palabra que se está
volviendo moneda común en estos días – a la que debemos tanto – igual que a las
muestras de arte bajo ataque y denuncia de blasfemia – y que nunca mejor que
ahora recibe el nombre de Estación de los Desamparados.
Sirvan, pues, mis primeras palabras para
expresar mi total descuerdo con el desalojo de la Casa de la Literatura de este
espacio entrañable, que ha guarecido a los desamparados poetas, narradores y
escritores, entre los que se encuentran muchos de los presentes, de todas las
tendencias y edades, de provincias y de Lima, consagrados o desconocidos,
dotados de talento o, más bien, sencillos, pero todos ellos, con abrumadora
evidencia, los artistas a quienes menos les toca en la desprovista mesa de la cultura
en el Perú.
Y ahora, ¿se nos quiere despojar del
único escenario estatal donde hemos podido mostrar nuestras creaciones y
difundirlas? Sólo puede decir ante esa afrenta, así nos acusen de vándalos: ¡no
pasarán! ¡Muertos nos sacarán de aquí!
Dicho esto, examinemos la antología Suicidas Sub 21, que reúne a algunas de
las más resaltantes voces poéticas que son menores o bordean los veintiún años
de edad y pertenecen a algún centro universitario peruano.
¿Son suicidas estos bravos jóvenes que
se dedican a la poesía? Lo serían, si renunciaran a su esfuerzo por seguir
creando, si entregaran sus armas a la peor de las muertes por propia mano: el
olvido. Apresurémonos a añadir que esta ocasión es propicia para ir acabando,
de una vez y para siempre, con ese perverso mito creado en torno al poeta, y en
particular al poeta peruano, que le manda obligatoriamente, para ser un vate, a
vivir en una pobreza peor que franciscana, y que todo intento de salir de ella
es una traición para la vocación que uno ha elegido.
¡Por amor de Dios! Ya tenemos
suficientes y gravísimos problemas, en tanto creadores, al no contar con
mecenazgos privados, tal cual en Estados Unidos, o políticas para integrar las
burocracias públicas, como en México o Brasil, para añadir a ellos que es
imperativo, a fin de ser llamados con derecho poetas, morir en la indigencia
más abyecta. Y quienes en tal despropósito insisten – críticos, editores,
periodistas, y muchos otros – no piensan, ni por asomo, en pasar hambre, ni
ellos, ni dejar en la inanición a sus hijos.
Hay que tener claro, como lo señaló
Antonio Cisneros en el prólogo a su antología personal Propios como ajenos, que uno es el poeta y otro el ciudadano, el
que debe pagar las cuentas, el que provee a su familia de los bienes que
necesita, el que sufraga los impuestos o las multas de tránsito.
A ello agreguemos que nadie, y menos los
estúpidos que piden al poeta morirse de hambre para ser considerado tal,
cuestionaron el genio de Elliot, por ser un
empleado bancario; Kavafis, un funcionario en el servicio público de
saneamiento toda su vida; Borges, director de una Biblioteca; Kafka, un
secretario judicial en Praga; Pessoa, un servidor municipal; Sologuren, un
funcionario en el servicio tributario peruano; Ribeyro o Alejo Carpienter, por
ser diplomáticos.
A los jóvenes antologados en Suicidas
Sub 21 les digo, no crean más en esa sarta de mentiras, creada por quienes
no desean el progreso personal y material de los poetas, circunstancias ambas
que les permitirán crear más y en mejores condiciones.
Suya es la oportunidad de cambiar ese criterio que convenció a tantos excelentes
bardos de estas tierras, como Juan Gonzalo Rosé o Francisco Bendezú, a que un
empleo mejor era una traición a su arte. Claro está, nada sería mejor que vivir
únicamente de los libros de poesía, pero hacerlo a costa de nuestra propia
indemnidad significa despojarnos de un sentido de realidad para abrazar, no la
gloria, sino la estolidez. Somos poetas, no idiotas.
Y cuando me refiero a los problemas
mayores de la poesía y la literatura, ante la cual los aedos de este libro han
dado cuenta con metafórico vaticinio, es que los jóvenes poetas peruanos, como
todos los literatos, estamos acorralados y en amenaza de ser devorados por este
Mercado Mayorista social que es el Perú, por este estómago insaciable de Lima,
por esta La Parada nacional.
¿Qué ha ocurrido? Lo que ha pasado es
que, en un momento dado, propiciado por la confluencia de un Estado indolente y
un sindicato ciego, que no veía más que sus propias tinieblas ideológicas, la
educación colapsó y no se ha reconstruido.
A partir de ese naufragio, nuestros
valores y nuestros referentes culturales han cambiado, para peor, degradando
más, a cada generación que pasa, hasta sumergirla en la más animal ignorancia, y
haciendo desaparecer la inteligencia de la sociedad peruana.
Al producirse el absoluto y violento divorcio
de los ciudadanos comunes de nuestro país con la inteligencia y la cultura, el
espacio vacío fue cubierto por la anomia moral, por la septicemia generalizada
de la incultura y la ausencia de civismo, por el cretinismo de quien ve en el
otro a un enemigo a agarrar a pedradas, a una mujer en una víctima de violación,
no importa si sea nuestra hija o hermana, y al suicidio como una forma de
evadir la propia responsabilidad.
En pocos países de América Latina esta
natural convivencia entre el talento, la inteligencia, la cultura y los
ciudadanos se ha interrumpido de un modo tan brutal como en el Perú.
Junto a esta tragedia, otra, más
soterrada pero igual de dantesca, muestra su siniestro perfil: la de la
envidia, hija de la mediocridad al que el sistema educativo, público y privado,
condena a todos los estudiantes de nuestro país.
César Hildebrandt describe, de modo
insuperable y con terrible acierto, en su artículo ¿Pizarro tiene razón?, nuestra mayor tara cultural: “El Perú ha
hecho de la envidia un artículo de primera necesidad, un emblema patrio y el
programa frentista que arrasaría con las elecciones. No tenemos proyecto
nacional pero tenemos una envidia que convoca a todos. Aquí la envidia no es la
anomalía sino la norma.
Aquí se perdona el crimen, el abuso, el
exterminio de inocentes, el latrocinio. Lo que es difícil de perdonar es el
mérito. El niño que se distingue por su talento conoce, en el Perú más temprano
que en cualquier otro país, el tumulto asustado de la envidia, sus furias
murmuradas (…) El Perú nutre a multitudes de resentidos, a legiones que vienen
del fracaso y van a la envidia disfrazadas con las más surtidas máscaras: la
del diputadito analfabeto, la del periodista que lee el teleprónter, la del
escritorzuelo que pide benevolencia a sus amigos, la del que necesita la
desgracia ajena para compensar el odio que le produce su propia esterilidad”.
¿Cómo ven los poetas de Suicidas Sub 21, jóvenes profetas, estos
terribles problemas, estas Gorgonas que nos vuelven de piedra el alma, la
inteligencia, el respeto al prójimo y el sentido común? Veamos. Jorge Ramírez,
en el poema que mejor define en este libro la situación actual, Felicidad muerta, una de cuyas mejores
partes dice: “Mi felicidad es como el pueblo hambriento y violento, que ahoga
sus ilusiones en promesas marchitas a la boca de un león hambriento. Un
huérfano que estrella su pecho y sus huesos contra el asfalto, en busca de su
corazón. Una madre a la espera de su hijo, que se ha ido a pelear una guerra
ajena. Las tribus de la calle luchando en terreno fangoso y baldío. Los perros callejeros
que por las noches salen a comer basura y por el día suelen perdonar”.
A renglón seguido, Sebastián Aragón, en
su texto que es como una profecía auto cumplida, Epitafio de Lima. De haberlo leído las autoridades causantes de
esta tragedia jamás habrían dado las órdenes que espetaron. Nos dice: “Ha
pasado un día desde que Lima murió. Hay cadáveres pérfidos que no han
encontrado, todavía, donde pudrirse. Muertes súbitas que esperan al juez.
Hay condenas y cadenas atadas a los
fantasmas. Ha pasado un mes, todo sigue igual, ha pasado un año, las señoras
dejaron las lágrimas y cogieron a sus hijos. Los señores dejaron el alcohol y
llanto y cogieron a sus señoras. Ha pasado una vida y Lima sigue igual,
desordenada, con los cadáveres en cada calle, cada esquina, cada respiro. Con
solo un cambio está de moda llevar las condenas en cadenas al cuello”.
Paola Huaco Jara, en Crucifixión, pareciera narrarnos la
golpiza del suboficial Huamancaja: “Vi sobre la multitud la extraña mirada de
un hombre ordinario, la sofocante mueca de rostros que se alejan, y el color
descompuesto de la desolación. Sentí en sus cabellos el frío erizante de la
muerte y el galopar de toda una vida en ausencia del amor”.
Lo mismo Juan Pablo Bustamante, en su
texto Ruido: “Ruido al caer. Ruido al
asfixiarme. Ruido al sangrar. El ruido del agua mojándome los dedos, en
silencio”. Esteban Poole, le da a estos trágicos hechos, como a los flagelos
que padecemos, un esbozo metafísico, en Teorema
cosmológico: “El espíritu ha evacuado, el mundo ha vomitado. El tiempo como
carrusel, se consume hasta desaparecer”. Joan Torre, en Tú sabes que no nos importa, pareciera dar cuenta de todos los que
observamos con morbo esas violencias:
“Cayó del cielo ese pedazo de roca. Cayó
y nos quedamos todos mirándolo. ¿Qué sucedió con mis sentimientos? ¿Cuándo me
volví tan inhumano?” Finalmente, Katiuska García López, en Destino final, da cuenta de nosotros, los poetas, ante esta
hecatombe: “Son míos los ojos que observan, los perdidos del camino. Soy yo la
que vive muerta: la poeta del olvido”.
Como debemos evitar empeorar más, y
siempre se puede estar peor, llegando a devorarnos a nosotros mismos, es nuestra
tarea reconciliar a la educación con la inteligencia y la cultura, como también
reemplazar la envidia, nuestro emblema nacional, por el de la amistad y la
fraternidad, para salvar aunque sea un poco de nuestro país.
Creo que el mayor cambio cultural al que
debíamos avocarnos en el Perú es convertirlo en una sociedad fraterna, de
afecto y respeto, y no en la sociedad enemistada, envenenada por la ignorancia
y la envidia, como es, por desgracia, mayoritariamente ahora.
Con este deseo en mente, sólo puedo
pedirles a los poetas de Suicidas Sub 21
que sigan creando, pues, según César Vallejo, pieza clave de la evolución de la
literatura occidental en el siglo XX, y que escribiera para salvarnos, en el
poema Los desgraciados:
Ya va a venir
el día; da
cuerda a tu
brazo, búscate debajo
del colchón,
vuelve a pararte
en tu cabeza,
para andar derecho.
Ya va a venir
el día, ponte el saco.
Ya va a venir
el día; ten
fuerte en la
mano a tu intestino grande, reflexiona
antes de
meditar, pues es horrible
cuando le cae
a uno la desgracia
y se le cae a
uno a fondo el diente.
Necesitas
comer, pero, me digo,
no tengas
pena, que no es de pobres
la pena, el
sollozar junto a su tumba;
remiéndate,
recuerda,
confía en tu
hilo blanco, fuma, pasa lista
a tu cadena y
guárdala detrás de tu retrato.
Ya va a venir
el día, ponte el alma.
Muchas gracias
(Fin)
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