viernes, 2 de noviembre de 2012

PALABRAS DE PRESENTACIÓN DE HÉCTOR ÑAUPARI CON OCASIÓN DE LA PRESENTACIÓN DE LA ANTOLOGÍA "SUICIDAS SUB 21"



CASA DE LA LITERATURA, 30 DE OCTUBRE DE 2012

En estos tiempos aciagos para la cultura, la literatura, las artes y la convivencia social en la ciudad y el país, nada más urgente que responder a estos golpes sucesivos que con poemas convertidos en oráculo, en profecía, en anticipación de lo que va a ocurrir.

De esta suerte, me conmueve profundamente la devoción de Raúl Allaín e Iván Fernández Dávila, editores de esta recientísima antología de poesía Suicidas Sub 21, demostrando una firmeza de criterio, una suerte de solución de continuidad hacia las letras, una valentía y un liderazgo, de la que han carecido, vistos los recientes acontecimientos, todas nuestras autoridades.

Empero, me emociona todavía más que lo hagan en esta casa amenazada, también, de desalojo – palabra que se está volviendo moneda común en estos días – a la que debemos tanto – igual que a las muestras de arte bajo ataque y denuncia de blasfemia – y que nunca mejor que ahora recibe el nombre de Estación de los Desamparados.

Sirvan, pues, mis primeras palabras para expresar mi total descuerdo con el desalojo de la Casa de la Literatura de este espacio entrañable, que ha guarecido a los desamparados poetas, narradores y escritores, entre los que se encuentran muchos de los presentes, de todas las tendencias y edades, de provincias y de Lima, consagrados o desconocidos, dotados de talento o, más bien, sencillos, pero todos ellos, con abrumadora evidencia, los artistas a quienes menos les toca en la desprovista mesa de la cultura en el Perú.

Y ahora, ¿se nos quiere despojar del único escenario estatal donde hemos podido mostrar nuestras creaciones y difundirlas? Sólo puede decir ante esa afrenta, así nos acusen de vándalos: ¡no pasarán! ¡Muertos nos sacarán de aquí!

Dicho esto, examinemos la antología Suicidas Sub 21, que reúne a algunas de las más resaltantes voces poéticas que son menores o bordean los veintiún años de edad y pertenecen a algún centro universitario peruano.

¿Son suicidas estos bravos jóvenes que se dedican a la poesía? Lo serían, si renunciaran a su esfuerzo por seguir creando, si entregaran sus armas a la peor de las muertes por propia mano: el olvido. Apresurémonos a añadir que esta ocasión es propicia para ir acabando, de una vez y para siempre, con ese perverso mito creado en torno al poeta, y en particular al poeta peruano, que le manda obligatoriamente, para ser un vate, a vivir en una pobreza peor que franciscana, y que todo intento de salir de ella es una traición para la vocación que uno ha elegido.

¡Por amor de Dios! Ya tenemos suficientes y gravísimos problemas, en tanto creadores, al no contar con mecenazgos privados, tal cual en Estados Unidos, o políticas para integrar las burocracias públicas, como en México o Brasil, para añadir a ellos que es imperativo, a fin de ser llamados con derecho poetas, morir en la indigencia más abyecta. Y quienes en tal despropósito insisten – críticos, editores, periodistas, y muchos otros – no piensan, ni por asomo, en pasar hambre, ni ellos, ni dejar en la inanición a sus hijos.

Hay que tener claro, como lo señaló Antonio Cisneros en el prólogo a su antología personal Propios como ajenos, que uno es el poeta y otro el ciudadano, el que debe pagar las cuentas, el que provee a su familia de los bienes que necesita, el que sufraga los impuestos o las multas de tránsito.

A ello agreguemos que nadie, y menos los estúpidos que piden al poeta morirse de hambre para ser considerado tal, cuestionaron el genio de Elliot, por ser un empleado bancario; Kavafis, un funcionario en el servicio público de saneamiento toda su vida; Borges, director de una Biblioteca; Kafka, un secretario judicial en Praga; Pessoa, un servidor municipal; Sologuren, un funcionario en el servicio tributario peruano; Ribeyro o Alejo Carpienter, por ser diplomáticos. 

A los jóvenes antologados en Suicidas Sub 21 les digo, no crean más en esa sarta de mentiras, creada por quienes no desean el progreso personal y material de los poetas, circunstancias ambas que les permitirán crear más y en mejores condiciones.

Suya es la oportunidad de cambiar ese criterio que convenció a tantos excelentes bardos de estas tierras, como Juan Gonzalo Rosé o Francisco Bendezú, a que un empleo mejor era una traición a su arte. Claro está, nada sería mejor que vivir únicamente de los libros de poesía, pero hacerlo a costa de nuestra propia indemnidad significa despojarnos de un sentido de realidad para abrazar, no la gloria, sino la estolidez. Somos poetas, no idiotas.

Y cuando me refiero a los problemas mayores de la poesía y la literatura, ante la cual los aedos de este libro han dado cuenta con metafórico vaticinio, es que los jóvenes poetas peruanos, como todos los literatos, estamos acorralados y en amenaza de ser devorados por este Mercado Mayorista social que es el Perú, por este estómago insaciable de Lima, por esta La Parada nacional.

¿Qué ha ocurrido? Lo que ha pasado es que, en un momento dado, propiciado por la confluencia de un Estado indolente y un sindicato ciego, que no veía más que sus propias tinieblas ideológicas, la educación colapsó y no se ha reconstruido.

A partir de ese naufragio, nuestros valores y nuestros referentes culturales han cambiado, para peor, degradando más, a cada generación que pasa, hasta sumergirla en la más animal ignorancia, y haciendo desaparecer la inteligencia de la sociedad peruana.

Al producirse el absoluto y violento divorcio de los ciudadanos comunes de nuestro país con la inteligencia y la cultura, el espacio vacío fue cubierto por la anomia moral, por la septicemia generalizada de la incultura y la ausencia de civismo, por el cretinismo de quien ve en el otro a un enemigo a agarrar a pedradas, a una mujer en una víctima de violación, no importa si sea nuestra hija o hermana, y al suicidio como una forma de evadir la propia responsabilidad.

En pocos países de América Latina esta natural convivencia entre el talento, la inteligencia, la cultura y los ciudadanos se ha interrumpido de un modo tan brutal como en el Perú.

Junto a esta tragedia, otra, más soterrada pero igual de dantesca, muestra su siniestro perfil: la de la envidia, hija de la mediocridad al que el sistema educativo, público y privado, condena a todos los estudiantes de nuestro país.

César Hildebrandt describe, de modo insuperable y con terrible acierto, en su artículo ¿Pizarro tiene razón?, nuestra mayor tara cultural: “El Perú ha hecho de la envidia un artículo de primera necesidad, un emblema patrio y el programa frentista que arrasaría con las elecciones. No tenemos proyecto nacional pero tenemos una envidia que convoca a todos. Aquí la envidia no es la anomalía sino la norma.

Aquí se perdona el crimen, el abuso, el exterminio de inocentes, el latrocinio. Lo que es difícil de perdonar es el mérito. El niño que se distingue por su talento conoce, en el Perú más temprano que en cualquier otro país, el tumulto asustado de la envidia, sus furias murmuradas (…) El Perú nutre a multitudes de resentidos, a legiones que vienen del fracaso y van a la envidia disfrazadas con las más surtidas máscaras: la del diputadito analfabeto, la del periodista que lee el teleprónter, la del escritorzuelo que pide benevolencia a sus amigos, la del que necesita la desgracia ajena para compensar el odio que le produce su propia esterilidad”.

¿Cómo ven los poetas de Suicidas Sub 21, jóvenes profetas, estos terribles problemas, estas Gorgonas que nos vuelven de piedra el alma, la inteligencia, el respeto al prójimo y el sentido común? Veamos. Jorge Ramírez, en el poema que mejor define en este libro la situación actual, Felicidad muerta, una de cuyas mejores partes dice: “Mi felicidad es como el pueblo hambriento y violento, que ahoga sus ilusiones en promesas marchitas a la boca de un león hambriento. Un huérfano que estrella su pecho y sus huesos contra el asfalto, en busca de su corazón. Una madre a la espera de su hijo, que se ha ido a pelear una guerra ajena. Las tribus de la calle luchando en terreno fangoso y baldío. Los perros callejeros que por las noches salen a comer basura y por el día suelen perdonar”.

A renglón seguido, Sebastián Aragón, en su texto que es como una profecía auto cumplida, Epitafio de Lima. De haberlo leído las autoridades causantes de esta tragedia jamás habrían dado las órdenes que espetaron. Nos dice: “Ha pasado un día desde que Lima murió. Hay cadáveres pérfidos que no han encontrado, todavía, donde pudrirse. Muertes súbitas que esperan al juez.

Hay condenas y cadenas atadas a los fantasmas. Ha pasado un mes, todo sigue igual, ha pasado un año, las señoras dejaron las lágrimas y cogieron a sus hijos. Los señores dejaron el alcohol y llanto y cogieron a sus señoras. Ha pasado una vida y Lima sigue igual, desordenada, con los cadáveres en cada calle, cada esquina, cada respiro. Con solo un cambio está de moda llevar las condenas en cadenas al cuello”.

Paola Huaco Jara, en Crucifixión, pareciera narrarnos la golpiza del suboficial Huamancaja: “Vi sobre la multitud la extraña mirada de un hombre ordinario, la sofocante mueca de rostros que se alejan, y el color descompuesto de la desolación. Sentí en sus cabellos el frío erizante de la muerte y el galopar de toda una vida en ausencia del amor”.

Lo mismo Juan Pablo Bustamante, en su texto Ruido: “Ruido al caer. Ruido al asfixiarme. Ruido al sangrar. El ruido del agua mojándome los dedos, en silencio”. Esteban Poole, le da a estos trágicos hechos, como a los flagelos que padecemos, un esbozo metafísico, en Teorema cosmológico: “El espíritu ha evacuado, el mundo ha vomitado. El tiempo como carrusel, se consume hasta desaparecer”. Joan Torre, en Tú sabes que no nos importa, pareciera dar cuenta de todos los que observamos con morbo esas violencias:

“Cayó del cielo ese pedazo de roca. Cayó y nos quedamos todos mirándolo. ¿Qué sucedió con mis sentimientos? ¿Cuándo me volví tan inhumano?” Finalmente, Katiuska García López, en Destino final, da cuenta de nosotros, los poetas, ante esta hecatombe: “Son míos los ojos que observan, los perdidos del camino. Soy yo la que vive muerta: la poeta del olvido”.

Como debemos evitar empeorar más, y siempre se puede estar peor, llegando a devorarnos a nosotros mismos, es nuestra tarea reconciliar a la educación con la inteligencia y la cultura, como también reemplazar la envidia, nuestro emblema nacional, por el de la amistad y la fraternidad, para salvar aunque sea un poco de nuestro país.  

Creo que el mayor cambio cultural al que debíamos avocarnos en el Perú es convertirlo en una sociedad fraterna, de afecto y respeto, y no en la sociedad enemistada, envenenada por la ignorancia y la envidia, como es, por desgracia, mayoritariamente ahora.

Con este deseo en mente, sólo puedo pedirles a los poetas de Suicidas Sub 21 que sigan creando, pues, según César Vallejo, pieza clave de la evolución de la literatura occidental en el siglo XX, y que escribiera para salvarnos, en el poema Los desgraciados:

Ya va a venir el día; da
cuerda a tu brazo, búscate debajo
del colchón, vuelve a pararte
en tu cabeza, para andar derecho.

Ya va a venir el día, ponte el saco.
Ya va a venir el día; ten
fuerte en la mano a tu intestino grande, reflexiona
antes de meditar, pues es horrible
cuando le cae a uno la desgracia
y se le cae a uno a fondo el diente.

Necesitas comer, pero, me digo,
no tengas pena, que no es de pobres
la pena, el sollozar junto a su tumba;
remiéndate, recuerda,
confía en tu hilo blanco, fuma, pasa lista
a tu cadena y guárdala detrás de tu retrato.
Ya va a venir el día, ponte el alma.

Muchas gracias
(Fin) 

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